Empiezo a comprender que somos
juguetes en manos del destino. Y quizás sea verdad que todo esté escrito…
Siendo así, ¿para qué torcer y
retorcer los renglones, si ya están trazados nuestros caminos?
Si no, ¿por qué tomé ese atajo?
¿por qué hice el camino de esa manera y no de la contraria? ¿O medio minuto más
tarde?
Y es que ayer nos encontramos
al doblar una esquina y mi corazón sintió que no bastaba con saludarnos.
Algo vi, algo intuí, que me hizo
acercarme y escucharle. Rozarle la mano, brindarle mi apoyo…
Le encontré abatido, hundido. Sus
palabras, sus gestos, todo en él denotaba que la vida le había vencido. Lejos
de alegrarme, me entristeció.
Tomamos un café. No estuvimos
mucho tiempo, pero ese rato bastó para darme cuenta que no le odio, que no
puedo odiarle.
Hice lo que mi instinto me dictó
y no lo que la gente bienintencionada me hubiera aconsejado...”Deberías odiarle,
al menos tenerle rencor…” Y es que yo, pasado el tiempo, no
siento más que tristeza y pena.
Pienso que el universo confabuló
para que nos encontráramos y hoy me sintiera extraña, pero no confusa. Sé que
las cosas están bien como están, que así deben seguir. Él por su camino, yo por
el mío, pero también sé que hay un nudo invisible que siempre, siempre, me
mantendrá irremediablemente unida a él.
Ahora, sólo me queda esperar al
siguiente movimiento del destino.